En lo profundo de cada uno de nosotros existe algo puro. Algo trascendente. Algo a lo que habitualmente no accedemos. Algo de lo que a veces, ni en toda nuestra vida, nos percatamos de que existe.
Pero existe. Más allá de los mecanismos y de los modelos. Más allá de las reacciones corporales de la emoción. Más allá de los prejuicios y de las creencias. Mucho más allá, existe algo puro.
Algo a lo que si dejamos que se manifieste nos asombra. Nos tranquiliza. Nos repara. Es ese algo que nos une con el misterio, con lo divino.
No es algo que debamos explicar ni algo debamos entender. Tampoco sentir. Es algo que podemos dejar que se manifieste. Con tiempo y con tranquilidad.
Y al manifestarse, todo tu universo cambia. Cambia la mirada sobre el mundo. Cambia la mirada sobre los otros. Cambia la mirada sobre tí mismo.
Porque más allá de tus dificultades y de tus miedos existe eso. Eso que es impermanente y que está siempre contigo. Eso que es puro y bello. Eso, a lo que si accedes, genera amor, genera compasión, genera entendimiento. Y sobre todo, genera paz.
Somos seres inmensos, trascendentes, profundos, que nos dejamos embaucar por nuestra corporalidad, por nuestra fisiología, por nuestros mecanismos. Y en ese embaucamiento se nos pasa el tiempo. Se nos pasa la vida. Nos confundimos y confundimos. Los principios y los fines. Los saberes. Los valores. Las habilidades.
Mientras, quizá, en lo profundo de nosotros, lo trascendente nuestro nos llama, lo divino que hay en nosotros nos llama. No se enfada. No se molesta. Sólo acepta. El tiempo de cada uno. Las formas de cada uno.
Lo bello sería que cada uno de nosotros pudiéramos en el tiempo de embaucamiento, descubrir lo profundo. Lo que nos hace iguales a todos y al universo. No como competición. No como habilidad. No como iluminación. Sólo como respiración, como aliento de vida. Como capacidad de discernir, de elegir y de estar en este mundo. Para vivir. Sólo vivir..