Todos tenemos secretos.
Algunos lo sabemos y otros hemos hecho tanto esfuerzo por no verlos, que hemos acabado creyendo que no los tenemos.
Pero sí, todos tenemos secretos.
Se nos enroscan en el alma, en los pliegues de la piel, en el fondo del corazón, en los dedos.
Jugueteamos con ellos. Nos mentimos. Nos escondemos. Tratamos de tergiversarlos. Algunos para bien. Otros para mal.
Los convertimos en excusas a las que agarrarnos para no hacer, para no salir, para no vivir. Fíjate qué me pasó. Estoy mejor aquí dentro. Escondido. Escondida. A salvo. No vivo, pero no sufro. Me enrosco, me sigo enroscando. Me fundo con mi secreto, el secreto soy yo. El secreto es mi sombra. Y yo así, no vivo.
Los secretos nos pudren el alma, poco a poco, lentamente, sin que nosotros nos demos cuenta. A fuerza de no salir, se hacen fuertes, inmensos, omnipotentes. Se convierten en nuestros dueños y señores, y nosotros, en unas pobres marionetas destartaladas, cuyos secretos manejan sus hilos, sus emociones, sus pasiones y su no vida.
Yo no quiero que mis secretos me sigan robando mi vida. Quiero robarles la vida, la vida que me corresponde, la vida a la que tengo derecho.
Ya no les doy crédito, ya no les doy cobijo, ya no me enrosco en ellos, ni me escondo en ellos.
Los he dejado libres, les he abierto las puertas, y empiezan a escaparse por los poros de mi piel y por entre mis dedos.
Y así seguiré, hasta que no quede un resquicio de ellos.
Ya no tengo donde enroscarme, donde cobijarme, donde esconderme.
En su lugar, tengo un enorme espacio dentro de mí, para crecer y para vivir. Y ese espacio se lo debo, paradójicamente, a mis secretos…